martes, 22 de enero de 2008

Los pajaritos cantan

Caminaba como si la lluvia no caería, aunque las señales del cielo daban clara de que bajarían aguas de manera poco compasiva -uno cree a veces poder vencer las fuerzas naturales a punta de autosugestión o convencimiento. Seguía yo con mi seguridad proclamada que pronto sería rebatida, de hecho, a la siguiente cuadra.

El primer indicio de garúo me hizo pensar que del árbol por el que pasaba había caído algún fruto con leche, ó que el de al lado, al preguntarme la hora, me había escupido. Seguía en negación, para que quince pasos después se me diera la lección de que ante una nube negra no hay ego que aguante, sino más bien, que sirva de balde.

Se venía el chaparrón y aunque la vieja no estaba en la cueva sino delante mío y con un hermoso paraguas, no se dignaba en retroceder, o más bien mermar sus pasos rápidos para que yo al acelerar mi ritmo, la alcanzara y recibir cobijo. Ella más bien iba esquiva, en zigzag. Entendí entonces que en épocas de lluvias, no hay quien comparta su paraguas.

Cuando uno decide voluntariamente mojarse en las aguas del cielo, todo es diversión, incluso recuerdo en mi infancia, que aprovechaba las lluvias para robarme el detergente de mi madre y esparcirlo por las escaleras, poner un colchón (por lo general el que estaba secándose en la terraza por estar orinado) para bajar las escaleras como en tobogán a toda máquina.

Pero cuando uno sale del trabajo, dirigiéndose a otra reunión donde por reglas sociales hay que estar decente, la lluvia y la falta de carro se conjugan para darle la razón a Murphy y hacernos creer que de hecho, el Universo es un villano despiadado que conspira contra nosotros. Aunque seguía yo buscándole el lado di-vertido a esa seudo aventura.

No, los taxis no paran cuando llueve, es como si cada gota que les cae en el parabrisas les promoviera la maldad, o como si recibieran una señal de alerta de regresar a sus guaridas, sin importa cuánto el pasajera esté dispuesto a pagar por la carrera, ni cuando mojado esté uno pidiéndoles que paren, al parecer, la ridiculez humana de ser atractivos antes de la lluvia y que esto de desenmascare inmediatamente al caer la primera tanda de agua celestial debe ser algo genial de presenciar por parte de ellos. Me rendí con los taxistas.

Seguí caminando y mis zapatos ya estaban con pequeños charcos internos, las medias empapadas. No me había sentido miserable sino hasta cuando un par de abusivos se tomaron atribuciones don-juánicas y empezaron a lanzar piropos del tipo¨fiesta de camisetas mojadas¨.

No señores, los buses tampoco se compadecen, y resulta que en las doce cuadras que anduve no había nada que se asemeje a un techito.

Cuando me paré en la mitad de la calle para obligar a la 42 a que me pare, ante las dos opciones que le dí al chofer entre ¨Me para o me atropella¨, escogió la segunda. Pero ahí adentro resulta que seguía la marginación: nadie quiere sentarse al lado del que está empapado.

No importaba ya, lo más cercano que podía dejarme era a 5 cuadras más del siguiente bus, para volver a caminar 7 más y llegar a casa. El estatus mojado había sido decretado ya.

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